sábado, 11 de septiembre de 2010

El Altillo

El Altillo

El auto se deslizaba  ceremoniosamente por el camino de adoquines, el recorrido hasta allí había sido soñado.
Desde el portón de hierro forjado hasta la vieja casona en un claro de tan frondosa extensión, se podían divisar añosos lapachos, tipas y acacias, regadas de desprolijos jardines   con perfumes propios de la estación.
La vieja y destartalada construcción dominaba todo desde una suave pendiente, su frente encolumnado tenía en lo alto tres ventanitas de vidrios emplomados, las del altillo, que hablaban de otros tiempos, más opulentos por cierto.
Ella descendió despacio, con el antiguo manojo de llaves en la mano, no se molestó en cerrar su moderno automóvil, que nada tenía que ver con ese entorno.
El altillo parecía seguirla como un gigante de tres ojos, le despertaba curiosidad, tal vez allí estaba la clave de todo.
Hija única, nieta única, mimada hasta la saciedad, estudios terciarios en el extranjero y una boda planificada para cuando regresara definitivamente a su país.
Había llegado  para las vacaciones antes de Navidad, una sorpresa increíble la recibió junto a sus padres
Una carta de carácter jurídico la notificaba de que había heredado una vieja casona.
Ninguno en la familia conocía a la benefactora, tampoco había una explicación real, simplemente como si de un cuento se tratara, había sido elegida y nada más.
Los escalones de caoba crujían al ascender, los rayos solares se filtraban en cada descanso por vitrales que nunca había soñado.
La puerta del polvoriento altillo cedió luego de mucha presión, el olor a humedad  la hizo estornudar, las ventanitas abrió de par en par.
No sabía por dónde comenzar a husmear, un maniquí de modista, telas de arañas, que ahora bailaban gracias a la brisa que entraba del parque, un cochecito de bebé, antiquísimo y el piso que crujía a cada paso.
Todo era de un abandono total, esperaba encontrar un arcón gigante con románticos vestidos del ayer, viejas fotos que explicaran semejante posesión en su haber, pero hasta el momento nada de eso parecía que iba a suceder.
Sobre una vieja estufa de latón al fondo de la habitación algo le llamaba la atención.
Un sobre que rezaba en su frente “si llegaste hasta aquí es que lo que te interesa es saber por qué”.
Intrigada se sentó sobre la panzona y con sus delgados dedos de largas uñas lo desgarró.
La carta decía así.
“Gracias mi querida por no haber  contrariado mi voluntad y aceptar esta vieja cuna de sueños.
Jamás hubiese podido a otra persona legarle lo que fue mi mundo, mi alegría y mi refugio para olvidar.
He amado a tu abuelo, ése que murió en altamar. Durante toda mi vida he soñado que él volvía a mis brazos y que en esta casa llegaría a formar una familia.
Cuando se despidió para el que fuera su último viaje, ya sabía que tu mamá en mi vientre dormía con placidez, nos casaríamos pronto, prepararía el ajuar con una sonrisa y mucha expectativa.
Cuando nos enteramos del naufragio creí morir con él, pero su fruto desde adentro me impulsaba a seguir, eran tiempos difíciles, plenos de prejuicios y mentiras sobre la honradez; mis padres entonces entregaron a la pequeña que no volví a ver jamás.
Desde este altillo veo la acacia donde lo besé por última vez, era una mañana de verano, y mientras pude subía para verla y allí encontrarlo a él.
No hace mucho que mis abogados encontraron a quienes te cuidaron y amaron como nosotros más no lo hubiésemos sabido hacer, te pido perdón por las confesiones de esta anciana desdichada que del pasado no supo volver.
Otro pedido también me atrevo a formular:…que conviertas a la vieja casona en tu nuevo hogar, que el viejo y querido altillo sea una sala de juegos llena de niños felices como hubiese sido si tu abuelo, el que jamás te llevó de la mano,  me hubiera podido en sus brazos envolver”.



                                            Patricia Figura, octubre de 2007.




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