Jardín
Sombrío
Recorrió
el parque tan familiar con la mirada.
Un jardín amplio que abarcaba toda
la esquina de una gran avenida frente a la costa de la ciudad.
Los
muros oscuros se alzaban a casi cincuenta metros de las rejas del frente.
Las
ventanas angostas, de vidrios esmerilados en rombos de la planta superior, desdibujaban el paisaje…
y a quienes se encontraran en él.
Las de la planta baja permanecían
casi siempre con las persianas de hierro cerradas a las miradas indiscretas de
los transeúntes.
Las
altas puertas de madera se veían coronadas por las tejas españolas que hacían
el medio hexágono que protegía al porche y zaguán de entrada.
Al
costado de la gran casona había un pequeño y oscuro pasillo que continuaba a
todo lo largo de la propiedad hasta desembocar en el patio de atrás también con
añejas plantas en macetones más viejos aun, la pequeña fuente, los árboles
frutales y la relativamente nueva cochera con espacio para dos vehículos.
Jamás hicieron la piscina tantas
veces planeada.
Cuando
se construyó no se estilaba y después su abuela no había querido sacrificar
ninguno de sus árboles ni el césped verde, fresco, luminoso del jardín trasero.
Ella estaba con la frente apoyada
contra una de las contraventanas observando el ir y venir de los caminantes
domingueros, la laguna brillaba como si tuviese
hilos de plata por el sol intenso del mediodía.
El
jardín, tan querido, con tantos recuerdos de sus hermanos y primos jugando a la
escondida, al fuerte, a la guerra, a las princesas, a la casita, eligiendo
algunos de los bancos de madera y hierro o las escalinatas para emular un hogar
repleto de muñecos y juegos de cocinita.
Le
parecía estar viéndose a sí misma en otros tiempos corriendo al sol, buscando. acostada panza arriba, dibujos en
los rayos solares al colarse entre el follaje de los añosos árboles que
circundaban el lugar, asistiendo a su propia coronación con el vestido de
15 de su tía, la menor de todas, bajando las escaleras con la mirada en alto y
su mano posada apenas sobre la de su primo que hacía las veces de príncipe consorte.
Fueron
días luminosos, donde el invierno no era tan frio en las siestas soleadas del
querido lugar, ni los veranos tan calurosos con los
improvisados
pic nics a la sombra de los frondosos arbustos y la brisa de la laguna en esos atardeceres
soñados.
Ahora
todos eran grandes, cada uno había emigrado hacia sus propios nidos lejos de la
ciudad, anque del país también.
La casa mantenía algo del encanto
antiguo, pero en algunas habitaciones poco ventiladas, el
empapelado de seda que en otro tiempo fuera de “decoración”, ahora pendía en
jirones, la plata de candelabros y cubertería hacía tiempo que no se pulía, los
cristales de las innumerables copas estaban casi opacos…. Y el sol ya no entraba a raudales en el largo comedor familiar.
Pero
lo que más le estrujaba el corazón era ese maravilloso jardín, ahora casi
completamente en sombras, umbrío.
Las grandes raíces de los árboles
que se hallaban junto a las rejas habían levantado el césped, surcándolo de un
entramado alocado de venas de troncos
que se iban uniendo y enredando unas con otras.
Las
copas altas, gigantescas también
formaban una gran sombrilla natural donde el sol solo entraba en contados
resquicios.
No
había flores.
No
había un abuelo que podara las rosas del frente, ni regara al atardecer,
tampoco los hijos, adultos con sus propias crías, que se unían para armar las
antorchas que más allá de agregar encanto, mantenían alejados a los mosquitos.
Solo
quedaba ella, que fue cerrando habitaciones a medida que iban partiendo los
moradores o visitantes.
El gran caserón necesitaba
innumerables reparaciones y los impuestos eran tremendos.
Cada
uno de los descendientes tenía sus propios gastos y viviendas que sostener.
Había
llegado el momento de ponerla discretamente en venta.
Con
todo lo que eso implicaba.
Sus
primos le habían dado el poder para que operara, ella comunicaría las ofertas y
entre todos “via on line” decidirían.
Cada
uno le daría un destino diferente al fruto de la venta, nadie tenía espacio
para una habitación “emocional” donde poner los antiguos y queridos objetos, igualmente cada uno podía llevarse lo que
quisiera antes del remate que buscavidas y advenedizos compradores de historias
ajenas esperaban impacientes.
Ella
compraría un nuevo hogar….o al menos, intentaría que lo fuera.
Era
hora de soltar.
Compraría
muebles modernos, sin olor a moho ni comidos por las polillas ávidas de madera
antigua.
Probablemente
un coqueto y luminoso departamento por la zona…pondría flores de colores en
algún diminuto patio o balcón, cortinas de voile blanco que se agiten con la
brisa nocturna, paredes blancas impolutas, luces frías y algunas más cálidas
también en los rincones especiales.
Ese sería su proyecto.
Su
motor para hacer de tripas corazón cada vez que los extraños invadieran sus
muros queridos buscando deterioros o rajaduras para mermar el valor de la
propiedad.
Estaba
cansada, había llegado el momento de un cambio, ya no era la nena mimada de una
gran familia con su propio Castillo, era casi una “solterona” si las épocas
fueran otras, había que poner movimiento
a su vida, resolver, abandonar ese jardín sombrío que poco tenía que ver con el
de su infancia.
Suspiró,
se alejó de la ventana y se dirigió a la vieja cocina a prepararse un bocado
para comer, lo llevaría al patio de atrás, junto a la fuente que ya no emanaba
grandes chorros luminosos de agua, y
comenzaría una lista de prioridades a conversar con los agentes inmobiliarios a
primera hora del día siguiente, les encargaría que vayan buscando algo para
ella de acuerdo a sus gustos y nuevas necesidades.
Era la que se había quedado hasta
el final….nadie puso en tela de juicio de que era lo mínimo que merecía.
Era
un buen domingo después de todo…. Eso que hacía rato de que no era su día
predilecto de la semana,
Se
acercaron unos pajaritos a comer de sus migas… sonrió, tenía compañía para
almorzar.
Patricia
Figura, marzo de 2018
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