domingo, 25 de marzo de 2018

JARDÍN SOMBRÍO


Jardín Sombrío
Recorrió el parque tan familiar con la mirada.
Un jardín amplio que abarcaba toda la esquina de una gran avenida frente a la costa de la ciudad.
Los muros oscuros se alzaban a casi cincuenta metros de las rejas del frente.
Las ventanas angostas, de vidrios esmerilados en rombos  de la planta superior, desdibujaban el paisaje… y a quienes se encontraran en él.
Las de la planta baja permanecían casi siempre con las persianas de hierro cerradas a las miradas indiscretas de los transeúntes.
Las altas puertas de madera se veían coronadas por las tejas españolas que hacían el medio hexágono que protegía al porche y zaguán de entrada.
Al costado de la gran casona había un pequeño y oscuro pasillo que continuaba a todo lo largo de la propiedad hasta desembocar en el patio de atrás también con añejas plantas en macetones más viejos aun, la pequeña fuente, los árboles frutales y la relativamente nueva cochera con espacio para dos vehículos.
Jamás hicieron la piscina tantas veces planeada.
Cuando se construyó no se estilaba y después su abuela no había querido sacrificar ninguno de sus árboles ni el césped verde, fresco, luminoso del jardín trasero.
Ella estaba con la frente apoyada contra una de las contraventanas observando el ir y venir de los caminantes domingueros, la laguna brillaba como si tuviese hilos de plata por el sol intenso del mediodía.
El jardín, tan querido, con tantos recuerdos de sus hermanos y primos jugando a la escondida, al fuerte, a la guerra, a las princesas, a la casita, eligiendo algunos de los bancos de madera y hierro o las escalinatas para emular un hogar repleto de muñecos y juegos de cocinita.
Le parecía estar viéndose a sí misma en otros tiempos corriendo al sol, buscando. acostada panza arriba, dibujos en los rayos solares al colarse entre el follaje de los añosos árboles que circundaban el lugar, asistiendo a su propia coronación con el vestido de 15 de su tía, la menor de todas, bajando las escaleras con la mirada en alto y su mano posada apenas sobre la de su primo que hacía las veces de príncipe consorte.
Fueron días luminosos, donde el invierno no era tan frio en las siestas soleadas del querido lugar, ni los veranos tan calurosos con los
improvisados pic nics a la sombra de los frondosos arbustos y  la brisa de la laguna en esos atardeceres soñados.
Ahora todos eran grandes, cada uno había emigrado hacia sus propios nidos lejos de la ciudad, anque del país también.
La casa mantenía algo del encanto antiguo, pero en algunas habitaciones poco ventiladas, el empapelado de seda que en otro tiempo fuera de “decoración”, ahora pendía en jirones, la plata de candelabros y cubertería hacía tiempo que no se pulía, los cristales de las innumerables copas estaban casi opacos…. Y el sol ya no entraba a raudales en el largo comedor familiar.
Pero lo que más le estrujaba el corazón era ese maravilloso jardín, ahora casi completamente en sombras, umbrío.
Las grandes raíces de los árboles que se hallaban junto a las rejas habían levantado el césped, surcándolo de un entramado alocado de venas de  troncos que se iban uniendo y enredando unas con otras.
Las copas altas, gigantescas también formaban una gran sombrilla natural donde el sol solo entraba en contados resquicios.
No había flores.
No había un abuelo que podara las rosas del frente, ni regara al atardecer, tampoco los hijos, adultos con sus propias crías, que se unían para armar las antorchas que más allá de agregar encanto, mantenían alejados a los mosquitos.
Solo quedaba ella, que fue cerrando habitaciones a medida que iban partiendo los moradores o visitantes.
El gran caserón necesitaba innumerables reparaciones y los impuestos eran tremendos.
Cada uno de los descendientes tenía sus propios gastos y viviendas que sostener.
Había llegado el momento de ponerla discretamente en venta.
Con todo lo que eso implicaba.
Sus primos le habían dado el poder para que operara, ella comunicaría las ofertas y entre todos “via on line” decidirían.
Cada uno le daría un destino diferente al fruto de la venta, nadie tenía espacio para una habitación “emocional” donde poner los antiguos y queridos objetos, igualmente cada uno podía llevarse lo que quisiera antes del remate que buscavidas y advenedizos compradores de historias ajenas esperaban impacientes.
Ella compraría un nuevo hogar….o al menos, intentaría que lo fuera.
Era hora de soltar.
Compraría muebles modernos, sin olor a moho ni comidos por las polillas ávidas de madera antigua.
Probablemente un coqueto y luminoso departamento por la zona…pondría flores de colores en algún diminuto patio o balcón, cortinas de voile blanco que se agiten con la brisa nocturna, paredes blancas impolutas, luces frías y algunas más cálidas también en los rincones especiales.
Ese sería su proyecto.
Su motor para hacer de tripas corazón cada vez que los extraños invadieran sus muros queridos buscando deterioros o rajaduras para mermar el valor de la propiedad.
Estaba cansada, había llegado el momento de un cambio, ya no era la nena mimada de una gran familia con su propio Castillo, era casi una “solterona” si las épocas fueran otras, había que poner movimiento a su vida, resolver, abandonar ese jardín sombrío que poco tenía que ver con el de su infancia.
Suspiró, se alejó de la ventana y se dirigió a la vieja cocina a prepararse un bocado para comer, lo llevaría al patio de atrás, junto a la fuente que ya no emanaba grandes chorros luminosos de agua,  y comenzaría una lista de prioridades a conversar con los agentes inmobiliarios a primera hora del día siguiente, les encargaría que vayan buscando algo para ella de acuerdo a sus gustos y nuevas necesidades.
Era la que se había quedado hasta el final….nadie puso en tela de juicio de que era lo mínimo que merecía.
Era un buen domingo después de todo…. Eso que hacía rato de que no era su día predilecto de la semana,
Se acercaron unos pajaritos a comer de sus migas… sonrió, tenía compañía para almorzar.


Patricia Figura, marzo de 2018

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