OTEANDO EL HORIZONTE.
Trepado
a una de las tranqueras más lejanas dejaba vagar la mirada por el horizonte.
El
sol se iba ocultando lento, agigantando las sombras.
¿Dónde comienza la noche? Le había preguntado
disimulando una sonrisa a su hija más chica en una de las tantas charlas a
solas.
Ella se había encogido de hombros…”no sé, en el
cielo” le respondió.
_Fijate… donde empieza a estar oscuro, el verde
transformado en negro_ le había dicho él mientras caminaban hacia el corral de
los bovinos.
_En la sombra del árbol… y del corral…._
_Claro! La noche comienza en el suelo, abajo, con
las sombras de todo lo que hay, cuando el sol se va escondiendo, las sombras se
unen unas con otras y el día se transforma en noche._
Ignoraba porqué esa anécdota le daba vueltas en la
cabeza.
Sus hijas.
Tan distintas una de otra y tan amadas.
Necesitaba
estar solo, aislarse, pensar.
Ella
jamás se escurría de sus pensamientos.
No su esposa, la madre de sus hijas, sino su amor.
Ese amor inconcluso.
Adolescente, perseverante, tierno, caliente,
obsecuente en el tiempo.
Casi imposible de vivir.
Casi imposible de disfrutar.
Casi imposible de salvar.
Nunca
se sabe, sin embargo.
Durante cuántos años le pareció verla a lo lejos,
llegando a su lugar, su tierra, su refugio.
Imaginaba que todo sería tan fácil como lo fuera
antes, muchos años atrás, cuando las risas compartidas, las bromas, los besos,
las caricias los mantenían vivos y expectantes.
Cada año de la secundaria los encontró distanciados…cómicamente
vivían el ritual de esquivarse, acercarse, ignorarse… los radares alertas a los
movimientos del otro, celos disimulados, ojos que echaban chispas, la tregua en
la estación de la primavera, la despedida con sabor amargo prometiendo verse en
las vacaciones de verano.
La vigilancia de los mayores les impedía cumplir…
eran otras épocas.
El círculo se repetía de primero a quinto año, fin
del colegio y despedida final.
Pero no de su corazón.
¿Por qué nunca se acercó cuando pudo hacerlo?
¿Por qué nunca le habló de sus sentimientos?
Se entregó al trabajo, de sol a sol, hasta quedar anestesiado.
Ella se casó.
Tuvo hijos.
La vio en una de las tardías reuniones de egresados,
donde cada uno lucía su flamante familia, novios, hijos…él fue solo.
Estaba solo en realidad.
Con los años el cansancio lo fue venciendo, era
joven, fuerte, con éxito en sus emprendimientos, necesitaba un hogar, en
realidad, un hogar con ella, pero otro le había ganado de mano.
Se casó, fue honesto, su naturaleza sincera y
campechana no le permitía otra cosa.
La
libido no encontraba su cause.
Cuando miraba a lo lejos, la imaginaba confundida en
el horizonte, una figura oscura y temblorosa bajo los rayos del sol.
Se
encandilaba.
Su humor tan especial, potenciado con sus
compañeros, no encontraba asidero en su propio hogar.
Cambiaba.
Volvieron
a encontrarse, en la madurez, igualmente jóvenes y divertidos, fue como si jamás
se hubiesen separado.
La
sangre de él comenzó a bullir, no iba a permitir otra distancia, ya no daba
seguir callando, las cartas sobre la mesa y decisiones que podían lastimar a
muchos.
La pelota ya no estaba de su lado.
La
que debía tomar una determinación era ella.
Que
tenía su vida armada, con sus idas y vueltas, dolores y rebeldías, pero en
familia.
Hijos grandes, incapaces de comprender semejante
cambio de la nada.
Marido posesivo, celoso, sin medias tintas.
Sentado
en la tranquera, oteando el horizonte, le parecía verla.
El corazón le saltaba del pecho ante la idea de
poder de una vez por todas abrazarla sin miedo ni tapujos, al aire libre,
gritando a los cuatro vientos su amor y su deseo.
El cielo se estaba cerrando.
¿Dónde comienza la noche?
En el alma…la noche comienza en el alma.
Controló los boyeros, el molino había colmado de
agua fresca y limpia el bebedero de los animales.
La “tobiana” y el “tordillo” ya estaban en los
establos.
Final del día, se encaminó hacia la bomba que había delante
de su cómoda vivienda y se refrescó, dejó las botas de goma en el lavaderito de
afuera, la mosquera se agitó y la más chica corrió a su encuentro.
Entraron juntos, había milanesa con papas fritas.
El televisor le hacía llegar música de programas
infantiles.
Su mujer lo miró por sobre el hombro y le dijo que
se bañara, que ya servía la comida.
Sus sueños y él fueron a darse una ducha.
Mañana sería otro día, tal vez “el día”… miró una
vez más el silencioso celular.
No había mensajes.
La hora de la
cena, los encontró a todos comiendo bajo el ventilador de techo que agitaba sus
largas paletas, casi al ritmo de su corazón.
Patricia Figura, enero de 2013.
Por lejos lo mejor que te he leído. Muy bueno.
ResponderEliminarmònica querida, que orgullo me da tu expresiòn...me gustarìa saber què encontraste para decirme eso.
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